Podés tener estrategia, procesos y tecnología de punta.
Podés invertir en marketing, oficinas modernas o beneficios atractivos.
Pero si no hay equipo, no hay empresa: solo una estructura que funciona mientras no se la tensione.
El desconcierto aparece cuando los líderes descubren que nadie piensa con ellos, solo para ellos.
Se ejecuta, se reporta, se cumple.
Pero no se construye.
Y esa diferencia explica por qué algunas compañías crecen y otras apenas resisten.
Durante años se creyó que los valores podían declararse en una pared o resumirse en una presentación.
Hoy sabemos que los valores no se enseñan: se contagian.
Y solo se contagian cuando alguien los vive, incluso cuando nadie mira.
El problema no es la falta de compromiso de las nuevas generaciones.
El problema es la falta de coherencia en los sistemas que predican una cosa y premian otra.
Si se exalta la colaboración pero se reconocen los logros individuales, el mensaje real ya está dado.
Las personas no imitan las palabras, imitan las consecuencias.
Reconstruir cultura no requiere discursos.
Requiere liderazgo que diseñe entornos donde lo correcto funcione mejor que lo rápido.
Una empresa puede facturar sin alma, pero no puede trascender.
Y en tiempos de tanto artificio, la coherencia sigue siendo el acto de liderazgo más revolucionario.
